Orquídeas Colombianas: Hechizo floral del trópico
Conocí a un dirigente industrial retirado del mundo de los negocios y guarecido en la ladera de una montaña del oriente antioqueño en junio del 2023. Siguiendo las pistas de amigos comunes, este hombre, que por su apellido y origen social cargó por años la condena a muerte por parte de Pablo Escobar, me recibió en su templo natural, luego de que el biólogo Felipe Andrés Gómez me acercara en su carro hasta las coordenadas precisas en donde me esperaba Neiger. Desgarbado y, como buen paisa, fácil conversador, el hombre de confianza del empresario ermitaño y curtido baquiano de los visitantes del bosque de orquídeas, me llevó al escondrijo verde que días antes había marcado en el mapa. Antes de conocer su código particular de comunicación con los animales, recorrí la colección de orquídeas albergadas en un refugio arbóreo construido durante treinta años de reforestación. Una obra que sorprendería a cualquier alquimista o mago de las fábulas.
Dos días antes de la declaratoria de cuarentena en Bogotá por la pandemia del COVID 19, en la embajada de Guatemala, orientado por un empresario que abandonaba la diplomacia luego de sufrir las solemnidades del poder, organicé un viaje a este país centroamericano. Tres meses después, despertaba una mañana en una cabaña enclavada en la pendiente de la amplia hondonada del lago Atitlán. Iluminado por el ramalazo de luz que descargaba el sol sobre aquella ondulación de Chichicastenango, contemplaba desde la ventana frontal la figura de los volcanes de agua y fuego. Luego de la ducha en un baño de paredes de chamizos, recibí el desayuno de manos de un indígena maya que creía en la pureza prístina del amor y la fertilidad como suprema manifestación de los dioses.
En el noveno piso de un hotel del centro de Bogotá, una tarde, al finalizar una soporífera reunión académica que más parecía una sinfonía de bostezos y letargos que una sesuda disertación de expertos, un cubano septuagenario me contaba la historia de su papá. Fascinado por el relato de la vida del mítico grabador de la Sonora Matancera y Benny Moré, escudriñé durante meses los testimonios y archivos fotográficos que me permitieron perfilar al hombre que con la misma facilidad que trenzaba amores furtivos, encontraba el timbre perfecto y la ambientación orquestal precisa para cualquier canción que fuera grabada bajo su dirección en los febriles años de la revolución de los barbudos.
Mientras las calles de Colombia enardecían con la rabia desatada en el llamado estallido social, en los intervalos de la producción de su nuevo disco, Adriana Lucía, la bella cantante de vallenatos convertida en vocera de los reclamos de miles de jóvenes insatisfechos, respondía mis preguntas de reportero obstinado. Con la pesadumbre de los informes aciagos de aquellos días, al final de cada plática, comprobábamos como la beligerancia policial azuzaba la indignación callejera. Los ojos perdidos por la fuerza de los perdigones y el dolor de las vidas extinguidas que se contabilizaban con la frialdad de la estadística de la guerra se paliaban con las canciones de esta mujer. En la vorágine de la rabia popular, su voz —lo percibí en ese momento— traslucía el clamor de los colombianos heridos en su conciencia colectiva.
Una tras otra, las historias de este libro surgieron entre los ardores creativos de los últimos cuatro años. Creyendo que la realidad ofrece matices que la fugacidad de la noticia descuida, este libro se armó con las armas seculares de un credo personal: viajes, espontaneidad, sospechas, conversaciones y amigos. Una pócima tan vetusta como necesaria.
Marcos Fabián Herrera